Hace algún tiempo trabajé con un abogado que lideraba una firma de prestigio en su país. Socio fundador, estratega respetado y profesional impecable, había logrado construir la firma desde cero y convertirla en un referente en su especialidad. El negocio prosperaba: los estados financieros eran sólidos, la cartera de clientes seguía creciendo y la reputación permanecía firme en el mercado.
Sin embargo, él mismo me confesó algo que parecía difícil de definir. Sentía que estaba atrapado en una zona de confort inquietante, una estabilidad que no le resultaba del todo cómoda. No era un problema evidente ni una crisis concreta, sino una sensación persistente y difusa.
Aquel día, su expresión transmitía más que sus palabras. Me dijo: “Todo marcha bien, pero no sé si está realmente bien”. Bajando la voz, añadió: “Siento que ya no conecto como antes con las personas que trabajan conmigo. A veces noto que algo se me escapa”.
Poco después, tuvo una reunión importante con su equipo para discutir el plan estratégico del próximo año. La presentación fue clara, los objetivos ambiciosos y los plazos razonables. Todo parecía estar en orden. Sin embargo, al salir de la sala, regresó esa misma incomodidad. Algo no había fluido del todo: no eran los números ni las intervenciones, sino el ambiente, el tono y los silencios.
Esa noche me escribió. No para hablar de la estrategia, sino para comentar un artículo que había leído casi por casualidad sobre inteligencia emocional. Lo que más le impactó fue una frase simple: “La diferencia entre un líder que dirige y uno que transforma no está en lo que sabe, sino en cómo conecta con las personas”. Me confesó que no podía dejar de pensar en ello.
A partir de este momento, comenzamos a trabajar desde un enfoque diferente. No se trataba de nuevos mercados ni de eficiencia operativa; comenzamos a mirar hacia adentro, pero no de la firma, sino de él.
Descubrió que por años había perfeccionado su capacidad de pensar, decidir y ejecutar. Había refinado su lógica jurídica, su discurso y su habilidad para negociar, pero rara vez se había detenido a considerar cómo sus emociones influían en su liderazgo o qué necesitaban emocionalmente las personas que lo rodeaban.
Ese fue el inicio de un proceso distinto. No hubo declaraciones grandilocuentes ni cambios radicales, solo pequeñas acciones cotidianas que comenzaron a transformar su manera de relacionarse con su equipo.
Empezó a interesarse genuinamente por cómo se sentían quienes trabajaban con él, antes de preguntar qué habían hecho. Comenzó a abrir espacios para una retroalimentación sincera y constructiva. Reconoció el esfuerzo incluso cuando los resultados no eran los esperados. Compartió sus frustraciones de forma honesta y sin dramatismo. Sobre todo, aprendió a observar más allá de las palabras, leyendo gestos, silencios y señales no verbales que muchas veces comunicaban más que cualquier reporte.
Lo que parecía un cambio menor tuvo efectos reales. El ambiente se tornó más cálido, las conversaciones más abiertas y las reuniones más productivas. La confianza creció, y con ella, el compromiso.
Se dio cuenta de que la inteligencia emocional no es una habilidad secundaria, sino una herramienta estratégica. No está en conflicto con el rendimiento, sino que lo potencia. Liderar, comprendió, no es solo tomar decisiones complejas o sostener la firma en tiempos difíciles; es, sobre todo, conectar con las personas que hacen que esa firma exista.
La historia de este socio no es única. Refleja la experiencia de muchos líderes en el ámbito legal que, tras años de construir organizaciones sólidas, enfrentan el desafío de desarrollar algo más que conocimiento técnico. Intuyen que para seguir creciendo, ya no se trata solo de saber más, sino de liderar mejor.
Cuando esto sucede, suelo plantear tres preguntas clave:
- ¿Estás liderando personas o gestionando tareas?
- ¿Estás leyendo emociones o solo indicadores?
- ¿Estás escuchando de verdad o solo reaccionando?
En este punto, desarrollar inteligencia emocional deja de ser opcional y se convierte en una decisión consciente de liderazgo. Porque los despachos jurídicos no son solo estructuras técnicas; son organizaciones humanas que necesitan líderes capaces de gestionar emociones, construir confianza y crear entornos donde las personas deseen permanecer y desarrollarse.
En conclusión: ¿puede ser que una firma que busca sostenibilidad, rentabilidad y proyección necesite más que expertos en derecho? ¿Necesita líderes emocionalmente inteligentes? Al final del día ¿la conexión humana es lo que transforma una organización buena… en una extraordinaria?
¿Y tú qué dices?