Quiero compartir con vosotros reflexiones que he ido construyendo a lo largo de muchas conversaciones de coaching con profesionales del derecho, hombres y mujeres, como vosotros, que trabajan como asociados en firmas legales. Desde luego, lo que vais a leer puede ser acertado o no desde vuestro punto de vista. No pretendo sentar cátedra, sino simplemente invitaros a reflexionar. Los nombres que voy a mencionar son ficticios, pero las historias y emociones que encontrareis tienen su origen en vivencias reales de mis coachees. Al final, lo que quiero es que, al leerlo, podáis preguntaros cada uno: «¿Cuánto de esto se parece a mí realidad?»
Siempre trabajo a base de preguntas. Escucho y parafraseo lo que me dicen, devolviéndoles sus palabras para que se escuchen a través de mi voz. Es un proceso en el que descubren sus respuestas y se enfrentan a las creencias que, consciente o inconscientemente, han estado guiando su manera de ver el mundo, su mundo. Mi labor no es darles las soluciones, sino acompañarlos en el proceso de cambiar el punto desde el que observan su realidad.
Uno de mis coachees, James, me contaba hace unos meses que en su firma las metas de facturación eran casi inhumanas. “Fernando, no es solo la cantidad de horas que tienes que facturar, es que todo el tiempo parece insuficiente. Incluso los fines de semana estoy pensando en cómo cumplir con los números”, me dijo con un tono que mezclaba agotamiento y resignación. Mientras me hablaba, brotó de su boca una frase que claramente podía indicar (o no) que, detrás de esa presión, había una creencia limitante que James no había puesto en duda nunca: «Mi valor como abogado se mide únicamente por el tiempo que facturo».
James estaba convencido de que, si no lograba sobresalir en las métricas de horas y de facturación, su futuro en la firma quedaría comprometido. Esto lo llevaba a trabajar largas jornadas, a renunciar a cualquier momento de descanso y, lo más preocupante, a desconectarse de aquello que alguna vez lo motivó a estudiar derecho. “A veces me pregunto si todo esto vale la pena”, me dijo en una sesión. Su reflexión no me sorprendió, porque es algo que escucho con frecuencia en otros asociados, tanto hombres como mujeres: esa sensación de que se están dejando a sí mismos por el camino, todo por alcanzar unas metas que parecen no tener fin.
Pero no era únicamente James. Emily, otra coachee que residía en otro país, compartía una frustración diferente. Ella lograba cumplir las metas horas y de facturación, pero verbalizó que sentía que había dejado de lado proyectos que realmente le apasionaban, como el trabajo pro-bono. “Siento que si no estoy facturando, no estoy cumpliendo con lo que esperan de mí”, me dijo. Su creencia limitante, según ella, era distinta: «El tiempo que no genera ingresos no tiene valor». Emily quería marcar una diferencia en el mundo, pero se sentía atrapada en un sistema que parecía valorar únicamente los resultados financieros inmediatos.
Ambos estaban de acuerdo en que trabajaban en firmas donde la cultura organizacional reforzaba estas creencias. Tanto James como Emily describían entornos donde el éxito estaba estrechamente ligado a las cifras. Si no alcanzabas las metas de facturación, prácticamente eras invisible. Las reuniones con los socios giraban exclusivamente en torno a los números, y rara vez se reconocían otros logros: la calidad del trabajo, la satisfacción de los clientes, o incluso la contribución a proyectos que mejoraban la reputación de la firma. James me dijo: “Si no estás en el top de facturación, no existe para ellos”. Emily, por su parte, hablaba de la desconexión entre los valores que la firma promovía públicamente y lo que realmente se valoraba internamente. “Dicen que apoyan el trabajo pro-bono, pero en la práctica, nadie tiene tiempo para hacerlo”, me contó.
Y aquí es donde entran los socios. Tanto James como Emily coincidieron en que los líderes de sus firmas no parecían interesados en cambiar esta dinámica. James lo describió como falta de empatía. “Es como si pensaran que, porque ellos pasaron por esto, nosotros también deberíamos aguantar sin quejarnos”. Emily, en cambio, creía que los socios simplemente no veían el problema porque ya no estaban bajo las mismas presiones. “Ellos viven en otro mundo, donde no tienen que demostrar su valía todos los meses”, dijo con un tono que mezclaba frustración y resignación.
Más tarde, revisando mis notas, leía cómo Emily reflexionaba en cómo estas dinámicas no sólo afectan a los asociados qye trabajan con ella, sino también al potencial de las firmas. Se preguntaba: ¿La obsesión por las cifras puede ser una barrera para crear una cultura más humana y sostenible? ¿Será sostenible una cultura donde las personas puedan desarrollar todo su potencial sin agotarse en el proceso?
Lo curioso es que tanto James como Emily tenían ideas muy claras de lo que podía cambiar: metas más equilibradas, reconocimiento de los logros y un liderazgo más cercano y transformador. Pero para ellos al inicio de sus respectivos procesos de coaching ejecutivo, la cultura organizacional de sus firmas, con toda su inercia, bloqueaba cualquier posibilidad de transformación, siemrpe desde su punto de vista. Al final del proceso descubrieron nuevas posibilidades para ser agentes del cambio y, lo más importante, al cambiar la posición desde la que observaban, cambiaron su actitud.
Ahora os pregunto a vosotros: ¿cuánto de lo que acabáis de leer os resulta familiar? ¿Cuánto de esto se parece a lo que vivís en vuestro día a día? Os invito a que hagáis una pausa y os permitáis reflexionar. Tal vez encontréis que algunas de estas creencias limitantes están presentes en vosotros, o tal vez no. Pero si algo de esto resuena con vosotros, preguntaros: ¿Qué podríais hacer para empezar a cambiarlo? Porque, al final, puede ser que el cambio no empiece en la cultura de la firma ni en los socios, puede que empiece en cada uno de vosotros, o no.
Ahora uno por uno: Y tú, ¿qué opinas?